Este es el relato ganador del
PRIMER CONCURSO DE RELATOS DE TERROR DE EXPERIENCIAS LITERARIAS. La temática era la noche de Halloween.
Se ha montado una
polémica en torno al premio. Algunos de los participantes (dos), no estaban de acuerdo con el criterio del jurado a la hora de premiar mi relato, considerando que no era merecedor de la victoria. Para ello aludían a errores de puntuación y sintaxis. Estoy de acuerdo con esos errores, ahí están y no los voy a maquillar. También hay que apuntar que no se publicó correctamente maquetado en Facebook, por lo que dificultaba su lectura. No obstante, tal y como ha comentado la organización del concurso, esos errores no eran motivo de eliminación. Y es más, tendrían que haber eliminado a más de la mitad de participantes, ya que había numerosos textos con errores. El relato ha ganado gracias a la historia, al contexto según la organización, era el mejor de todos los presentados en ese aspecto, y han sido muchos los presentados, todos de gran calidad.
Mi opinión es que este relato es capaz de generar sensaciones, emociones, en el lector; y lo ha hecho mejor que los demás según el criterio del jurado. El relato va a ser publicado en la
Revista Ensueño, pero antes pasará por las manos de un corrector profesional, lo mismo que todas las obras publicadas en editoriales de prestigio.
Te cogeré
Aquella era una puerta como las demás, igual de sencilla
que todas, vamos, la típica puerta de sencillo barrio de la periferia de
Madrid. Pablito, que así se llamaba el más joven de los dos niños, tocó la
puerta con el palo que portaba en la mano “eres un zombie” le decía Roberto, su
hermano mayor, “un zombie no lleva palo”, “ya bueno, pero estamos en Halloween,
y en Halloween se permite a los zombies ir armados para defenderse de los demás
monstruos”, su hermano, vestido de policía psicópata, asentía resignado
mientras acariciaba su pistola de plástico.
Toc, toc, la puerta se abrió.
—
¡Truco o trato! —gritaron al unísono Pablito y Roberto.
El hacha no tuvo conmiseración, el
hacha es un arma propia de la democracia, que ha cortado cuellos de todo tipo,
desde largos y pálidos cuellos de jóvenes aristócratas, hasta rudos cuellos,
anchos y peludos, de un labriego ladrón. La sangre fue rápida y eficazmente
limpiada, y los restos retirados al interior de aquella puerta, una puerta
común, que guardaba tras ella secretos nada comunes.
Poco tiempo después, apenas habían
transcurridos treinta minutos desde que Pablito golpeara aquella puerta,
apareció otro niño. Se trataba de Sergio, de 12 años de edad y que vestía como
una triste imitación de monstruo. No era un monstruo identificable, se había puesto
unos harapos y algo de sirope de fresa aquí y allí. No era un aficionado a
disfrazarse, de hecho odiaba Halloween, pero su padre, que había vivido unos
años en Estados Unidos, era un enfermo de las tradiciones americanas. A Sergio
no le parecía respetuoso disfrazarse de monstruo la noche en la que deberían de
honrarse a los muertos, eso es lo que le decía una y otra vez el Párroco Don
Ovidio. Él era más partidario de la tradición cristiana, pero su padre… y además
todos sus amigos se habían disfrazado. Habían hecho una estúpida apuesta para
ver quien conseguía más caramelos de toda la pandilla. A Sergio no le gustaba Halloween,
pero los caramelos eran su debilidad, así que entre los caramelos y la apuesta,
se había decidido a tocar el mayor número de puertas posibles. Sus pasos le
habían llevado esa noche hasta aquella puerta, tocó con fuerza, era tarde y
posiblemente los inquilinos estuvieran dormidos. Alguien se iba a despertar de
mal genio, pero daba lo mismo, así seguro que le daba más caramelos para
quitárselo pronto de encima, pensó Sergio con una sonrisa apenas esbozada en la
cara.
—
¡ Truco o trato ¡—
El hacha cayó con fuerza, con tanta
fuerza que partió una de las baldosas del portal, Sergio se quedó paralizado.
Se había movido ligeramente y el arma había pasado rozándole, dejando tras de
sí un pequeño rasguño en su hombro. El individuo salió con toda la calma del
mundo a recoger su hacha. Sergio no podía moverse, algo le atenazaba el corazón
con tanta fuerza que sus piernas no respondían. Aquél hombre de mirada fría e
inerte, posó sus ojos amarillentos en los de Sergio. El joven sintió que algo
se rompía en su interior, aquel horrible hombre iba a matarle. Esos ojos sin
vida, eran los de un asesino y él era su presa. Sergio arrancó a correr todo lo
que su cuerpo de doce años daba de sí. Bajó las escaleras sin apenas tocar los
escalones, a punto estuvo de caerse al girar en el descansillo hacia la
siguiente planta. Aquel maldito disfraz casi le había hecho caer. Pero Sergio
siguió corriendo y corriendo. Bajó las tres plantas y abrió la puerta del
portal de un empujón, o eso fue lo que intentó, porque la maldita puerta no se
movió ni un milímetro de su sitio. Sergio forcejeó con la maneta, empujó con el
hombro, descargó su frustración a patadas, pero era imposible, aquella puerta
no se movía. Un ruido en las escaleras, alguien estaba bajando. De pronto un
siseo llegó a él a través del hueco de la escalera: “te cogerééé”. Aquel loco
del hacha iba a atraparle, y todo por unos estúpidos caramelos, y una puerta
que no se abría. De pronto se fijó en el pulsador que había en la pared “seré
estúpido“. Sergio pulsó el interruptor y luego abrió la puerta que cedió mansamente bajo su mano.
Continuó corriendo, ajeno al frío nocturno y a aquellos ojos que le miraban
fijamente desde el portal. Lo único en lo que Sergio podía pensar era en
aquellas palabras apenas susurradas en la penumbra de la escalera, y que se
repetían una y otra vez en su mente: “te cogeré, te cogerééé”
Sergio llegó a su casa en cinco
minutos, cinco minutos de desesperación, en los que no dejó de mirar atrás,
pero el hombre del hacha parecía haber desistido de su persecución. Nada más
entrar en casa, le contó atropelladamente a su padre todo lo que había
ocurrido.
Los periódicos publicaron al día
siguiente toda clase de informaciones contradictorias: “Cadáveres de niños
encontrados en un sucio piso del barrio de Carabanchel”, “El asesino no se defendió, estaba esperando
a la policía, rodeado de los cadáveres descuartizados de sus víctimas, todos
niños en la adolescencia”.
Fue el juicio más mediático de la
década, pero solo unos pocos dieron la voz de alarma ante miles de niños
recorriendo las calles, y llamando a puertas por unos pocos caramelos; siempre
sin saber quién se encontraba al otro.
J.V.M., esas eran las iniciales del
que fue llamado “Asesino de Halloween”. Condenado a más de trescientos años de
cárcel, nunca dijo una sola palabra, pero cuando escuchó la sentencia de su
condena giró la cabeza, miró con aquellos ojos amarillos las cámaras y dijo
algo, no fue en voz alta, nadie pudo escucharlo, pero cualquiera que supiera
leer en los labios pudo entender dos palabras: “te cogerééé”.
Los años pasaron, las siguientes
fiestas de Halloween fueron muy diferentes. Pocos o ningún niño en la calle, y
los pocos que había estaban acompañados por sus padres. Pero la memoria humana
es débil y olvidadiza, y a los pocos años, las calles de Madrid y de otras
ciudades, volvieron a estar repletas de niños disfrazados, pidiendo caramelos,
llamando a puertas en portales oscuros, y asomándose al interior de miles de
casas; algunas de las cuales no habían sido vistas por niño alguno en muchos
años, y todo… por unos caramelos.
Pasados veinte años, ya nadie se acordaba
del “Asesino de Halloween”. Sergio se había convertido en un escritor de éxito,
un escritor que buceaba en los miedos de la gente, en los temores más oscuros
de sus lectores. Gracias a su terrorífica vivencia había adquirido una
sensibilidad especial para aquellos asuntos tenebrosos. De su pluma surgían
terroríficas historias que atormentaban a los adolescentes y que al dormirse
tenían que dejar una luz encendida, algo que iluminase las tinieblas de su imaginación
desbocada. Lo que nadie sabía, aunque algunos que le conocían podían imaginar,
es que Sergio tenía sus propios terrores, sus propias tinieblas. Todas las
noches, lo último que recordaba antes de caer presa del sopor inducido por las
pastillas, eran aquellas palabras “te cogerééé”, y aquella mirada fija,
aquellos amarillos ojos, que más parecían pertenecer a una bestia que a un ser
humano.
No había vuelto a saber nada del
Asesino de Halloween. Pero de una forma u otra, había seguido muy presente en
su vida. Todos los Halloween eran una fecha para olvidar. Sergio se recluía en
su casa. Pedía comida de encargo y veía la tele. No era capaz de escribir una
sola letra en su gastado teclado. Todas las historias surgidas de su mente y
que habían aterrorizados a sus lectores, cobraban vida en la oscuridad de su
apartamento. Un apartamento en lo más céntrico de Madrid, cerca de Sol. Allí,
el gran escritor Sergio Mendez, se ocultaba de todo y de todos, temblando,
oculto bajo las mantas o frente al televisor, viendo películas antiguas,
aquellas que tanto le gustaban y que apenas conseguían distraer su torturada
mente. Pero siempre, y a cada momento, entre película y película, siempre
acudían a su mente aquellos ojos, para torturarle.
Sonó el timbre, Sergio pulsó el “stop” de su reproductor dvd, se levantó
y abrió la puerta, se apoderó de la pizza tamaño familiar y se dispuso a comer
después de pagar al repartidor.
El primer golpe destrozó media
puerta, Sergio cayó al suelo aterrorizado. Allí, envuelta en astillas de madera
que volaban por todas partes, aparecía y desaparecía la brillante y afilada
hoja de un hacha. Algunas astillas se clavaron en su rostro, la sangre empezó a
correr tiñendo su visión de rojo. Bajo aquel velo sangriento, pudo ver como un
ojo se asomaba entre los restos de la puerta. La pupila dilatada y de un
amarillo intenso conectó con su mirada. Un susurro llegó desde el otro lado “te
cogerééé”. La puerta se abrió de golpe, el Asesino de Halloween entró en el
apartamento. El hacha colgaba a su lado, rozando el suelo, con un espeluznante
sonido metálico. Sergio, incapaz de moverse, sintió la humedad correr por sus
pantalones. Aquellos ojos le miraron a escasos centímetros. Casi se desmaya al
inhalar el pestazo a sudor rancio, a colonia barata y masaje del fuerte, pero
entonces el hombre le susurró al oído: “te dije que te iba a coger”. A
continuación el hacha cayó una y otra vez sobre Sergio hasta que no quedó nada
que pudiera reconocerse como un ser humano.
Al día siguiente, la señora de la
limpieza, relató a los medios de comunicación que “el señor”, se encontraba
tirado en medio de un enorme charco de sangre, y que escrito en las paredes,
había una frase escrita en sangre: “te dije que te cogería”.